Vida Sana
Michael Douglas tiene curiosidad. Aunque es una presencia imponente en prácticamente cualquier lugar, con su cabellera envidiable y esa inconfundible voz profunda, Douglas, de 76 años, se empeña en hacer preguntas, en recordar nombres, en fijarse en los pequeños detalles: el arte colgado en las esquinas menos visibles, el estilo personal de un invitado (o, en este caso, de la entrevistadora en Zoom). Esa capacidad de admiración y humildad natural le ha funcionado bien a lo largo de sus más de 50 años en el mundo del espectáculo, donde su encanto escurridizo y urbano como actor y sus instintos acertados como productor lo han mantenido firmemente asentado en el círculo de Hollywood en el que nació, como primogénito de Kirk y Diana Douglas.
Sin embargo, cuando Michael era un niño, el éxito cinematográfico de Kirk no estaba asegurado. “Las personas piensan que soy parte de la realeza del mundo del espectáculo”, dice Douglas antes de aclarar: “Aprecio la relación que tuve con mi padre, y me encantaría que esa fantasía fuera realidad. Pero cuando yo era joven, él era un actor ocupado y aún no había triunfado”.
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Conocedor de la inestabilidad y la fragilidad de la vida de los actores, Douglas optó muy pronto por no depender solo de la actuación y afianzó su carrera detrás de la cámara, produciendo e invirtiendo en películas que reflejaban de forma extraña las preocupaciones sociales de su época, especialmente One Flew Over the Cuckoo’s Nest (1975) y The China Syndrome (1979). También ha actuado en precursores culturales como Fatal Attraction y Wall Street (1987), y The American President (1995), y ha sido presentador de Unbreaking America: Divided We Fall (2019).
“Soy un adicto a las noticias”, afirma con entusiasmo el ganador de un premio Óscar y un Emmy, explicando cómo se ha mantenido en sintonía con el espíritu del momento. “Y tengo don de gentes. Sé lo que la mayoría de las personas sienten sobre las cosas”. Douglas está aprovechando el devastador malestar de este momento a través de su conmovedora comedia de Netflix, The Kominsky Method, en la que interpreta a un profesor de actuación que ya ha dejado atrás su mejor momento y que se enfrenta a la interrogante de qué es lo que realmente importa en la vida a largo plazo; asuntos que Douglas, sobreviviente de cáncer, ha diseccionado completamente al darle la bienvenida a su segundo nieto, prepararse para un nido vacío cuando se muden sus hijos y —luego de vacunarse contra la COVID-19— abandonar por fin el sofá. (“¡Nunca había visto tanta televisión como en el último año!”).
Ha sido una temporada solemne y sedentaria, y Douglas está ansioso por volver a viajar, trabajar, abrazar a sus amigos, debatir y aprender, y alimentar sus apetitos, que siguen siendo tan apasionados y variados como siempre. “Con la madurez, no te sientes necesariamente muy diferente de lo que sentías cuando eras más joven”, dice. “Simplemente busco la alegría de un buen momento”.
EL NIÑO
¿Qué palabras utilizarías para describirte a ti mismo cuando eras un niño?
Tímido, introvertido, cauteloso. No tenía mucha confianza. Mi abuelo paterno era un chatarrero, un inmigrante; no hablaba inglés ni leía ni escribía. Mi padre fue uno de siete hijos. Conoció a mi madre después de la universidad; papá se alistó en la Marina y vivimos en Nueva York, en un apartamento de una habitación en Greenwich Village. Mi padre era un tipo muy intenso. Cuando empezó a trabajar en California —era la época en que los actores hacían cinco películas al año— el matrimonio se vino abajo. Sé que me quería, pero se sentía culpable porque su padre había abandonado a su familia, y la única cosa que Kirk nunca quiso hacer fue abandonar a sus hijos. Y sintió que lo estaba haciendo. Así que fue algo incómodo y tenso.
¿Cuándo llegaste a ser tú mismo?
No fue hasta que mi madre se volvió a casar, cuando yo tenía 13 años, con un tipo encantador llamado Bill. Fue el primer hombre que me escuchó y el primero con el que gané algo de confianza. Y Kirk siempre estuvo muy agradecido a Bill.
¿Tenías aspiraciones de actuar?
Yo estaba en la Universidad de California en Santa Bárbara en 1963, y era una época espectacular para estar en California. Acabé comprándome una moto y yendo con mis camisas de terciopelo estilo Renacimiento hasta San Francisco para asistir a conciertos de rock. Entonces, me llamaron al despacho del vicerrector: “Tienes que elegir una especialización, hombre”. Así que pensé, de acuerdo... teatro. Debo decir que mi padre, Kirk, vino a casi todos los espectáculos que hice a pesar de lo ocupado que estaba. Y desde el principio me decía: “Hijo, estuviste horrible. Estuviste horrible”. [Risas].
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