Vida Sana
En febrero, la madre de Lorri Evans caminaba el equivalente a cuatro cuadras, dos veces al día, alrededor del centro de atención para trastornos de la memoria donde vivía en Santa Cruz, California. “Usaba un andador para apoyarse”, dice Evans, “pero las piernas le funcionaban bastante bien para alguien que tiene 99 años”.
“Hace solo un año, bailó en la boda de mi hija”, cuenta Evans sobre su madre, Helen. “Pero ahora, ha caído en un abismo”.
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Cuando la pandemia del coronavirus empezó en Estados Unidos y los centros de cuidados a largo plazo se cerraron al público, Helen permaneció confinada durante meses en el segundo piso de su complejo, donde estaba ubicada su habitación. Dejó de caminar al aire libre y perdió la movilidad; ya no se levantaba de la cama. Su mente, que ya luchaba contra la demencia, también se deterioró.
En mayo, empezó a recibir cuidados para enfermos terminales. En julio, Evans la trasladó a su hogar para lo que piensa que serán los últimos meses de la vida de su madre.
“Estoy segura de que se habría deteriorado un poco, pero sé internamente que el aislamiento aceleró el proceso”, afirma Evans. “Hubiera sobrepasado los 100 años, pero ahora eso no sucederá. [...] Ella es una víctima colateral de este aislamiento debido a la COVID-19 y fallecerá porque se le rompió el corazón”.
Existen pocos datos acerca de los efectos sobre la salud mental del confinamiento prolongado en los hogares de ancianos y otros centros de cuidados a largo plazo de este país. Sin embargo, los expertos, los defensores de los residentes y quienes tienen a sus seres queridos en esos establecimientos dicen que ese confinamiento alimenta una crisis de salud mental que está amplificando los impactos devastadores de la pandemia sobre la industria de cuidados a largo plazo. Más de 70,000 residentes y empleados de centros de cuidados a largo plazo fallecieron a causa de la COVID-19, lo que representa cuatro de cada diez muertes relacionadas con la pandemia. Dicen que los sentimientos de soledad, abandono, desesperación y miedo entre los residentes —así como sus impactos sobre la salud física y neurológica— han hecho que aumente el número de muertos a causa de la pandemia.
“Muchos familiares (en inglés) y defensores del pueblo en asuntos relacionados con el cuidado a largo plazo nos dicen que los residentes están perdiendo el deseo de vivir”, dice Robyn Grant, directora de Política Pública y Defensa de Derechos de National Consumer Voice for Quality Long-Term Care. En Minnesota, el “aislamiento social” se incluye como causa o factor contribuyente en las actas de defunción de los residentes de los centros de cuidados a largo plazo que fallecieron durante la pandemia. Otros estados incluyen el síndrome del declive como una causa común de defunción.
Algunos centros de cuidados están tomando medidas para combatir el problema. La mayoría de los estados están permitiendo a los hogares de ancianos que han logrado manejar con éxito o evitar los casos de la COVID-19 que reanuden las actividades comunitarias y las visitas en persona. Pero incluso en esos casos, se requiere que se mantenga el distanciamiento social durante las actividades y la mayoría de las visitas son poco frecuentes, de corta duración, al aire libre y muy controladas —es muy distinto de lo que se hacía antes de la pandemia—.
Y según la Dra. Carla Perissinotto, subdirectora de Programas Clínicos Geriátricos en University of California, San Francisco, no se sabe cuánto tiempo durará. “Durante la temporada de gripe normal, nos decimos, ‘bueno, solo necesito superar un par de meses y estaré bien’, pero ahora mismo no sabemos el marco de tiempo”, explica. “Creí que saldríamos de esta situación en junio, pero ahora estamos de nuevo en medio de lo mismo”.
“Me siento como un prisionero”
Incluso antes de la pandemia, se consideraba que el aislamiento social (la situación objetiva de tener pocas relaciones sociales) y la soledad impuesta (el sentimiento subjetivo de aislamiento) eran riesgos graves para la salud de los adultos mayores en Estados Unidos.
Un conjunto de pruebas demuestra que estos factores aumentan significativamente el riesgo de muerte de una persona debido a cualquier causa, y es posible que compitan con los riesgos del tabaquismo, la obesidad y la presión alta. El aislamiento social y la soledad impuesta también están asociados a tasas más altas de depresión, ansiedad e ideas de suicidio de trascendencia clínica.
Pero lo que se arriesga es más que la salud mental. Según estudios separados, entre los pacientes con insuficiencia cardíaca, el aislamiento y la soledad se relacionan con mayores riesgos de padecer demencia (50%), tener un derrame cerebral (32%) y fallecer (casi cuatro veces más). Según Perissinotto, coautora del informe, debido a que el 43% de los adultos de 60 años o más en EE.UU. decían que se sentían solitarios (en inglés), los índices de aislamiento social y soledad ya se encontraban a nivel de “una crisis de salud pública”.
Al parecer, las medidas de confinamiento están empeorando esa crisis en los centros de cuidados a largo plazo. “Vemos un aumento en la depresión, la ansiedad, las frustraciones y la irritabilidad”, afirma Heather Smith, psicóloga principal en Milwaukee Veterans Affairs Medical Center. “También vemos un repunte en comportamientos relacionados con la demencia”, dice. Menciona que a un porcentaje significativo de residentes de establecimientos de cuidados a largo plazo —por lo menos a la mitad, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, enlace en inglés)— les han diagnosticado algún tipo de demencia. “Por eso, lo que estamos viendo no es de sorprender”.
Deirdre Anderson dice que así se puede describir a su padre, Richard, de 85 años, quien padece demencia y vive en un hogar de ancianos en Austin, Texas. “Mi padre por lo general es muy alegre”, cuenta. “Antes de que empezara el confinamiento en ese lugar, era sociable. Tenía bastantes amigos y me parece que a todos les caía muy bien”.
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