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Magaly Lemagne

Enfermera comparte su dolor por la pérdida de su padre y su incapacidad para salvarlo de la COVID-19.


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Maggie junto a su papá Prudencio Lemagne.
Cortesía de Maggie Lemagne

Mi hermano David era oficial de policía en la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey y fue socorrista el 11 de septiembre. Después de perderlo, nunca pensé que volvería a sufrir así. Perder a mi padre por COVID-19, es otra muerte extraña en la que no pude despedirme en persona. 

Fue muy difícil pasar por esto como enfermera. Mi papá, Prudencio Lemagne, falleció el 20 de abril. Solo tenía 75 años. Al principio, no creo que la gente entendiera de verdad la gravedad de COVID-19 hasta que la situación se hizo crítica. He sido enfermera durante 21 años y cuando empezó todo esto, tampoco sabíamos realmente qué estaba pasando; pero pronto todas las unidades de cuidado intensivo y los quirófanos se convirtieron en unidades de COVID-19. Fue increíble la cantidad de pacientes con COVID-19 que tuvimos en el hospital. 

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Mi madre, mi tío y mi tía también contrajeron el coronavirus (afortunadamente, ahora están bien), pero mi papá se infectó primero. Crecí en North Bergen y él había vivido ahí desde 1985, pero todos en la ciudad vecina de Union City lo conocían. Era una figura paterna para muchos y el tipo de persona que siempre estaba ayudando a los demás. Entonces, cuando COVID-19 llegó, él comenzó a repartir agua, gel desinfectante y mascarillas a la gente. Era diabético, tenía una enfermedad arterial coronaria, sufría de enfermedad pulmonar obstructiva crónica y había tenido un ataque masivo al corazón en el 2005. Le advertí que no saliera, pero él estaba convencido de que mi hermano David lo protegería. No quiso decirme cuando se enfermó porque sabía que me afectaría mucho. Para cuando me enteré, él ya había ido a hacerse la prueba y se mantenía aislado de mi familia.  

Instinto de enfermera

Inmediatamente asumí mi papel de enfermera. Llamé al médico y obtuve una receta para hidroxicloroquina, el medicamento que estaban usando en ese momento. Yo estaba monitoreando la situación en casa y le administraba oxígeno suplementario. Solo pudo tomar una dosis del medicamento antes de que su nivel de saturación de oxígeno descendiera por debajo de 90, así que lo llevé de inmediato al hospital. Me puse la mascarilla, pegué una bolsa de basura negra dentro de mi auto de un extremo al otro, parecía uno de esos divisores en las limusinas. 

Lo llevé a la sala de emergencias del Saint Barnabas en Livingston, Nueva Jersey, porque yo soy enfermera de recién nacidos en el área de posparto ahí y quería monitorearlo lo más cerca posible. No permitían la entrada de visitantes regulares para nadie, punto. Una vez que ingresas con COVID-19, ya no hay más visitas. Me siento agradecida de ser enfermera y haber podido visitarlo. Yo trabajaba por la noche y luego, antes de irme a casa por la mañana, iba a su habitación para asegurarme de que estuviera preparado para el día porque, es difícil decirlo, pero nadie quiere estar en una habitación con un paciente con COVID-19. Todo el mundo tenía miedo. Los enfermeros y enfermeras tenían miedo. Los auxiliares de enfermería tenían miedo. Ciertas cosas que noté, como la falta de agua en su jarra, comenzaron a molestarme mucho. 

Llamaba cada cuatro horas para que me informaran. Conocía a algunas de las enfermeras y ellas tenían mi número. Les dije que me llamaran de inmediato si pasaba algo. Aproximadamente una semana antes de que muriera, me quedé dormida en el sofá. Eran las 2:03 a.m. y me desperté con varias llamadas. Una de las enfermeras me llamó por FaceTime y me dijo: “Tu papá, su oxígeno ha bajado a los 70s, tenemos que conectarlo a un respirador”. La enfermera me preguntó si yo estaba de acuerdo con sus planes médicos y yo les dije que sí. En ese momento me conecté via FaceTime con él. Papi me miró y dijo: “Voy a estar bien. Te amo. Cuida a tu mamá”. 

Esas fueron sus últimas palabras. 

El 17 de abril, tres días antes de su fallecimiento, recibí una llamada del médico. Papi no estaba mejorando. “Quiero que vengas a ver a tu papá”, me dijo. Me vestí con la bata de protección personal y entre al cuarto. Cuando estás conectado a un respirador, te sedan para que no luches contra la máquina. Lo habían mantenido conectado al respirador todo el tiempo, pero le habían suspendido la sedación esa mañana para poder chequear su funcionamiento cerebral. No se despertaba. Llegué alrededor de las seis de la tarde. Tan pronto como comencé a hablarle, comenzó a agitarse y a luchar contra la máquina. Abrió los ojos y comenzó a toser y ahogarse. 

“Hemos estado esperando a que se despierte todo el día”, dijo el médico. “Y decidió esperar hasta que estuvieras aquí”.

Le dije que todos lo amábamos. 

Le dije que estaba haciendo todo lo posible para cuidarlo.

Le pedí que siguiera luchando. 

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Una dolorosa premonición

Hablé con él a las 3:58 de la tarde el 19 de abril. La enfermera le había puesto el teléfono cerca del oído y le pedí que siguiera luchando y le dije que todos lo queríamos. La enfermera me dijo, “Tiene que saber que eres tú porque su corazón se acelera cada vez que te escucha”. Llamaba cada cuatro horas para que me actualizaran. Ese día se la pasaron diciéndome que estaban muy ocupados. Dije que volvería a llamar alrededor de las 10 de la noche. Aproximadamente a las 9:40 p.m. no me sentía bien. Algo andaba mal. Tuve una sensación muy extraña en mi corazón y una ansiedad horrible. Pronto descubrí que en ese momento a mi padre lo estaban tratando de resucitar. Su corazón se había detenido. Hicieron todo lo posible para revivirlo.

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Papi murió a las 9:55 p.m. 

Alrededor de las 10 p.m. el teléfono sonó. Vi Saint Barnabas en el identificador de llamadas. Ya sabía. Simplemente, sabía. 

Empecé a gritar. “¡No, mi papá no!” Los niños lloraban, todos lloraban. Inmediatamente intenté ir a verlo. No me dejaron entrar a su habitación. Las personas que estaban ahí no eran las personas habituales que yo conocía. Me quedé afuera en la sala de espera. La enfermera simplemente me llamó por FaceTime y le puso el teléfono enfrente mientras él todavía tenía los tubos puestos. Solo me dejaron verlo en la pantalla y me quedé ahí llorando. Me dieron sus pertenencias, 

“Bueno y, ¿va a la morgue normal?”, pregunté. 

“No, va a los semirremolques en…”

Me sentí horrible. Se merecía mucho más que eso. 

Luego tuve que decirle a mi mamá. ¿Cómo le decía que papi no volvería a casa como le había prometido? 

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Yo había pedido un permiso de ausencia en el trabajo en el momento en que pusieron a mi papá en un respirador porque también tenía que ayudar a mi mamá, mi tío y mi tía, que habían dado positivo. Estuve sin trabajar durante meses. Era muchísima la ansiedad que sentía al pensar en volver tan pronto al hospital donde murió mi papá.

Tengo sueños con mi papá todo el tiempo y se sienten muy reales. 

“Tenía que irme”, me dice.

“Entiendo”, le digo, sabiendo el dolor que sintió cada día de su vida después de la muerte de mi hermano David. 

“Ahora ya está con David”, es lo que todos me dicen. 

“Lo sé”, les digo. “Pero todavía necesito a mi papá”.

—Según relatado a Carlos J. Queirós

 

Magaly Lemagne, de 48 años, vive en Kearny, Nueva Jersey con su esposo Christian Breeden y sus hijos Bethany y David. Es enfermera profesional en Saint Barnabas Medical Center en Livingston, Nueva Jersey. Su padre, Prudencio Lemagne, era cubano y su madre, Ruth Myriam Lemagne, es puertorriqueña. 

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Nota del editor: Este ensayo forma parte de una serie sobre cómo vivimos los latinos en Estados Unidos el brote de coronavirus. A continuación, la lista de perfiles que forman parte de esta serie:

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