Vida Sana
Una noche, hace varios años, trajeron a un hombre de 93 años a la sala de emergencias donde yo estaba de guardia. Cuando mi jefe de residentes me habló del paciente, que sufría un grave deterioro neurológico, me inquietó su edad avanzada. Pensé que era demasiado mayor para hacerle una operación.
Poco después, la tomografía computarizada mostró una hemorragia cerebral significativa que explicaba sus síntomas, y me dirigí a hablar con la familia del hombre, esperando que me dijeran que no procediera con una cirugía agresiva y arriesgada.
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Lo que encontré fue a una mujer vivaz, su esposa desde hacía 70 años. Tenía 94 años y gozaba de perfecta salud; no tomaba medicamentos y ese mismo día había llevado a sus bisnietos a la escuela en auto. Me dijo que su esposo, mi paciente, era un corredor ávido y trabajaba a tiempo parcial como contador. Su hijo de 63 años lo calificó de ser "un genio para los números". La hemorragia cerebral del paciente se produjo tras caer de su tejado mientras operaba un soplador de hojas. Estos nonagenarios eran más saludables que la mayoría de mis pacientes, de cualquier edad.
Llevé al hombre al quirófano para realizarle una craneotomía. Le taladré el cráneo y utilicé un dispositivo parecido a una sierra para extirpar un trozo de hueso. Extraje la sangre acumulada y coagulé las pequeñas hemorragias restantes. Lo único que quedaba por hacer era cerrar la duramadre, reposicionar el pedazo de hueso extraido y suturar la piel.
Sin embargo, antes de proceder, me tomé algunos momentos para inspeccionar su cerebro. Lo que vi me sorprendió. Dado su nivel de actividad, su agudeza mental y cognición intacta, esperaba ver un cerebro grande que latía con fuerza y con aspecto saludable. No obstante, lo que vi fue un cerebro de 93 años. Estaba más arrugado, hundido, con profundos surcos indicativos de su edad.
Ahora bien, si esto suena desalentador, no debería serlo. De hecho, debería ser justo lo contrario.
Hay un aforismo en medicina que dice "trata siempre al paciente, no los resultados de las pruebas". Si alguien me hubiera descrito su cerebro antes de la operación, es probable que me hubiera sentido aún menos inclinado a operar. Sin embargo, este fue un recordatorio de que no importaba la apariencia de su cerebro, lo que importaba era su funcionamiento. El cerebro, quizás más que cualquier otro órgano del cuerpo, puede fortalecerse progresivamente en ciertas maneras a lo largo de la vida y volverse más robusto que en años anteriores.
Nunca olvidaré esa experiencia. Parecía existir una total desconexión entre el cerebro que miraba y el hombre cuyo cráneo habitaba. Estaba impaciente por ver cómo se despertaría de la operación y cómo sería su recuperación. ¿Tomé la decisión correcta? ¿Había prolongado su vida o acelerado su muerte?
Tan pronto como entré en su habitación, supe la respuesta. Encontré a mi paciente leyendo su teléfono inteligente (sin anteojos para leer, que yo necesito a mis 50 años). Seguía las recientes elecciones en la zona occidental de África, un lugar donde había pasado tiempo haciendo trabajo voluntario apenas 10 años antes. Estaba claro que se recuperaba bien. Le pregunté cómo lo había afectado todo el suceso, preguntándome qué pensaría sobre la mortalidad en general. Sonrió y me miró. "La lección más importante de todo esto", dijo, "es no volver a tratar de quitar las hojas del tejado".
Mejora continua
No crecí con un profundo deseo de ser médico, y mucho menos neurocirujano. Mi primera aspiración fue convertirme en escritor; un deseo nacido con toda probabilidad por haberme enamorado de niño de una profesora de inglés de primaria.