Vida Sana
Hacía apenas una semana que había estado en Nueva York cuando me avisan que necesitaban médicos. No dudé un momento en alistarme a los cuerpos de reserva médica y partir de mi querido Puerto Rico a Nueva York, la ciudad donde estudié parte de mi carrera de medicina y a la que le debo tanto a nivel personal. Era mi momento de hacer algo por esta ciudad que enfrentaba la amenaza de la pandemia de la COVID-19.
Pero tengo que ser bien franco. Una cosa es volar a Nueva York con la decisión de prestar tus servicios y otra muy distinta es enfrentarte a la realidad.
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Llevo ya más de un mes ofreciendo mis servicios de manera voluntaria en el Coney Island Hospital de Brooklyn. Antes de entrar a la sala de emergencia por primera vez, enfundado en mi traje blanco, guantes y mascarillas, me pregunté: ¿Qué hago aquí? Era abrumador ver a tantos enfermos tosiendo y nosotros tratando de entender los síntomas de una enfermedad que no conocemos bien.
La presión no daba tregua. Tuve muchos colegas que terminaron enfermos y entubados a causa de las complicaciones respiratorias del virus. Los turnos de 12 horas se convirtieron en 14, en 18 horas. Sí nos dieron equipo de protección, pero no era que tuviéramos una mascarilla todos los días. El primer día nos dieron una y nos tenía que durar una semana. Psicológicamente tenías una preocupación más: que no se te podía dañar la mascarilla.
Los rostros de la crisis
"Hay que perder el miedo sin perder el respeto a la enfermedad."
El hospital no daba abasto con los casos. La carpa gigante que se instaló afuera funcionaba igual a una operación militar. En uno de los edificios teníamos los ventiladores y los cuidados intensivos y en la carpa teníamos a aquellos pacientes que necesitaban ser observados o estaban bajos cuidados intermedios. Entre ellos, muchos adultos mayores residentes de hogares de ancianos y centros de cuidado en Nueva York. Muchos habían dado positivo al virus, pero no estaban tan enfermos como para ser hospitalizados y tuvimos que enfrentar la realidad de que los hogares y centros no los querían recibir. Escuché cuánta excusa era posible para no recibirlos. Otros entraban solos al hospital, permanecían allí solos y morían solos. Esa soledad influyó mucho.
Vi también que más del 70% de los pacientes contagiados con la COVID-19 pertenecían a poblaciones de minorías. Latinoamericanos, asiáticos, rusos, checoslovacos, de la India. Son personas que tienen que trabajar para poder sobrevivir, que no tienen los recursos para buscar ayuda médica temprano y tienen que seguir trabajando porque sus familias dependen de ellos. Para mí, estas personas son los héroes y heroínas que mantuvieron a la ciudad de Nueva York prendida, haciendo entregas, cuidando los edificios, manteniéndonos seguros.
Una noche llegó una mamá de Costa Rica con su nene de 10 años, una señora muy decente, elocuente, humilde; que trabajaba empacando productos en un mercadito y había perdido su trabajo hacía unas cuatro semanas. Y me dijo, ‘no quiero que usted piense mal de mí, pero mi hijo y yo tenemos hambre’. Imagínense llegar a un hospital infectado completamente de COVID, con su pequeño, y sin haber bebido ni comido nada. Ella solo quería que su hijo comiera. Esa es la otra cara de esta enfermedad.
Todos hemos vivido y vamos a vivir los estragos de este virus. Estamos hablando tanto de la enfermedad, la fiebre, los ventiladores, que nos olvidamos de esa otra parte.
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